Es tiempo de que como mujeres dejemosde temer y de menospreciar nuestras capacidades por temor a parecer egocéntricas
Es tiempo de que como mujeres dejemosde temer y de menospreciar nuestras capacidades por temor a parecer egocéntricas
Llegó el invierno, esa época del año donde los días son más cortos y las noches más largas, donde aún en medio de los festejos y los encuentros con amigos y familiares, la energía del ambiente pide un grado de recogimiento, de silencio, de soledad. Con los últimos meses del año llega el tiempo de reflexionar sobre lo vivido, las decisiones que hemos tomado, las lecciones, las metas cumplidas y las que aún están pendientes. En el invierno cambiamos de ciclo, mudamos piel, aún cuando en nuestra isla los árboles conserven sus hojas verdísimas y el frío no sea más que una brisa muy fresca en el campo. Más allá del paisaje, el invierno nos atraviesa porque de alguna manera todos experimentamos esa sutil o dramática -depende de donde vivamos- ausencia de luz.
El año pasado nuestra noche oscura fue aún más larga. Después del huracán parecía que estábamos sumidos en un invierno inacabable para el que no hubo manera de estar listos. En aquella oscuridad nos miramos por dentro, nos movimos de lugar y a un año de aquella larga noche, sabemos que no somos los mismos. Ni hay manera de volver a serlo.
Esta conciencia del paso del tiempo y sus estaciones me hace pensar en la relación que muchas veces las mujeres tenemos con la luz. Y si bien hay hombres que pueden identificarse, la construcción social es mucho más dura con las mujeres. Tememos nuestra luz.
Recuerdo las palabras de Marianne Williamson, una suerte de gurú espiritual estadounidense -quien por cierto anunció recientemente que está considerando aspirar a la presidencia de los Estados Unidos- a quien leí por primera vez con mucho escepticismo pero cuyas palabras han resonado en mí más allá de cualquier resistencia. Su frase más conocida es esta: “Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que nos asusta”.
Esta idea la veo manifestarse en mí y en tantas mujeres a mi alrededor. Vivimos tantas veces con miedo a decir lo que pensamos, a insistir en una opinión o en un punto clave en medio de una discusión. Tememos tomar crédito por nuestro trabajo por temor a ser consideradas egocéntricas y creídas. Tememos brillar demasiado porque somos conscientes de que hay un capital social importante en la modestia, así sea falsa. No queremos crecer demasiado por miedo a perder el afecto de nuestros seres queridos.
Lo veo en las niñas y jóvenes que son criticadas por sus familiares por querer estudiar algo fuera de las expectativas de la familia. ¿Quién te crees tú para ser mejor que nosotros?, parecen decirles. Recuerdo a una de mis alumnas, llorar de culpa en la oficina, contándome que en su familia le resentían el que quisiera tener una educación universitaria, se burlaban de ella porque a los 21 años no tenía hijos, ni prospectos de novio. Esto no pasó hace décadas. Ocurrió hace dos años, aquí en Puerto Rico.
Pienso también en las veces que he tenido que morderme la lengua para no caer mal en una conversación, o las veces en que el insistir en mi criterio ha sido interpretado como una imposición. “Cuida tu ego”, me han dicho por decir lo que pienso y he temido que tengan razón. Pero sucede que tener un ego saludable no se trata de no tener ego del todo. Hay que saber lo que uno vale, lo que uno sabe y lo que uno puede aportar.
Un ego saludable es un ego en balance, que reconoce su luz sin necesidad de apagar la de los demás.
En la cercanía del invierno, reconectemos con nuestra luz, apostemos a ella y no dejemos que ni la sociedad, ni una pareja, ni la familia, ni los amigos, pero sobre todo, no dejemos que nosotras mismas limitemos la luz de la que estamos hechas. Honrar nuestro poder es también una forma de trascender la oscuridad. Al otro lado, en la primavera, nos espera la recompensa del gesto valioso que es creer y confiar en nuestra luz.
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